Publicado: BOA 2003, 146.
Juan Pablo II y el secretario general de Naciones Unidas, Kofi Annan, han coincidido en subrayar no hace muchos días: «Todavía es posible encontrar soluciones justas a la cuestión iraquí, en el respeto de las resoluciones internacionales y de la población de Irak».
Yo os invito en esta noche a orar y con nuestra oración ayudar, para que todavía sea posible encontrar soluciones justas, y que no llegue la guerra, que no es solución. Queremos, como el Papa, no ser pacifistas, sino pacificadores, porque así nos quiere Jesucristo: «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).
«Eirhnopoios» (= el que hace la paz) designa, en efecto, algo activo y no la mera disposición a la paz. Esta bienaventuranza, justo con la siguiente («bienaventurados los que padecen persecución por la justicia»), apunta al precepto del amor a los enemigos, algo tan típicamente cristiano, sin paralelo. Ahí está la clave: en la superación del odio al enemigo, porque todo hombre y mujer tienen una dignidad inviolable. Superar la ley del talión es exigible a todo ser humano, pero sobre todo a los cristianos.
Ciertamente el Papa no es un ingenuo. No habla de idealismos sólo alcanzables a los católicos. Habla de realidades concretas, teniendo en cuenta el marco histórico y social en que nos encontramos. Y su argumento puede ser entendido por todos: la paz es posible, la guerra es evitable. Nunca la guerra es una simple fatalidad. Detrás hay personas concretas que hacen la guerra, pero personas que pueden entender que hoy la guerra es siempre una derrota de la humanidad, que destruye más que construye, que trae sufrimientos a la población civil, a los más pequeños y a los más pobres. Es necesario dar un sí a la Vida.
También se entiende el argumento del Papa: es posible cambiar el curso de los acontecimientos, si prevalece la buena voluntad, la puesta en marcha de los compromisos adquiridos y el ejercicio noble de la diplomacia. Éstos y no la guerra son los medios dignos que tienen los hombres y las naciones para solucionar las contiendas.
Pero, ante todo, preguntémonos: ¿Cómo están nuestros corazones? ¿estamos de acuerdo con lo que dice el Papa, cuando él confiesa que la guerra, por las desgracias y calamidades que trae, sobre todo a los más pobres e indefensos, es la proclamación palpable de que jamás podremos ser felices los unos contra lo otros, y que jamás el terrorismo y la lógica ilógica de la guerra podrán asegurar el futuro de la humanidad?
Hemos de reconocer que en nuestro corazón anida algo en contra del hermano; ninguno está libre del odio y de la violencia. Todos, de algún modo, contribuimos a que cuesten tanto las decisiones justas en los que gobiernan las naciones para resolver con medios adecuados y pacíficos los conflictos: existe un Caín en nuestras personas, que busca la confrontación con los demás.
¿Están las naciones en mejor disposición, para resolver los conflictos de modo pacífico? Respuesta difícil. No parece que facilite mucho las cosas la postura de Sadam Husein, líder inmisericorde y dictador que recurre a todo tipo de violencia con sus opositores políticos. Pero, ¿sabemos las verdaderas intenciones de las otras naciones a las que afecta el conflicto? ¿Nos dicen toda la verdad? Una cosa es cierta: la guerra no es una solución.
Volvamos de nuevo a nosotros mismos. ¿Cómo no reconocer, por ejemplo, que la búsqueda de ganancias a toda costa y la falta de una activa y responsable atención al bien común llevan con frecuencia a concentrar en manos de unos pocos gran cantidad de recursos, mientras que el resto de la humanidad sufre la miseria y el abandono? He aquí una causa de guerras. ¿Lo será también de ésta que se nos anuncia? Y lo que dice el Papa a los creyentes y a los hombres y mujeres de buena voluntad es que es necesario buscar no el bien de un círculo privilegiado de pocos (individuos o naciones), sino la mejoría de condiciones de vida de todos. Ese sería el verdadero fundamento de un orden internacional realmente marcado por la justicia y la solidaridad, que tanto busca y necesita hoy nuestro planeta (cf. Mensaje para la Cuaresma 2003) ▶.
Por ello hemos insistido los obispos españoles que «la guerra nunca es un medio como cualquier otro al que se puede recurrir para solucionar las disputas entre las naciones. El servicio a la paz y al orden entre los pueblos exige que no se acuda a la destrucción y a la muerte que la guerra comporta, a no ser en situaciones en las que, de un modo probado, no exista ya ningún otro modo disponible y sea fundada la esperanza de no producir males mayores de los que se desea evitar» (Nota pastoral de la Comisión Permanente de la CEE, febrero 2003) ▶.
Os invito, queridos amigos, a ofrecer a la causa de la paz la contribución de vuestras personas, y la experiencia de la verdadera fraternidad, que lleva a reconocer en el otro a un hermano al que hay que amar sin condiciones. Éste es el sendero que conduce a la paz, un camino de diálogo, de esperanza y de sincera reconciliación que supere la ley del talión. «La paz no es tanto cuestión de estructuras como de personas», escribió Juan Pablo II el 1-1-2003 ▶. Y gestos de paz se deben dar en la vida de las personas que cultivan constantes actitudes de paz.
Hay que señalar que las principales víctimas de esta posible guerra en Irak pertenecerían a la población civil. Hace años que el pueblo iraquí —y muy especialmente los niños— sufren las atroces consecuencias del embargo internacional contra su país. No los martiricemos más todavía con otra guerra, cuando aún no se han agotado toda vía de diálogo y el peligro con el que amenazaría el dictador iraquí no se ha comprobado.
Es nuestra responsabilidad moral evitar la guerra, a menos que, ante una amenaza grave e inminente, no haya otros medios posibles de alcanzar el justo fin de desarmar a Irak. La acción militar puede ser tan sólo el último recurso, pero hay otros medios alternativos a los militares para evitar la guerra. Las consecuencias de esa aventura sin retorno que toda guerra supone preocupan ciertamente. No hay respuestas fáciles, lo sabemos, pero sí sabemos que la respuesta a la conducta e intención de Sadam Husein no es únicamente la guerra.
Estamos aquí en un recinto religioso, una catedral católica y estamos orando por la paz. Desde aquí exhortamos e invitamos a nuestros líderes políticos y sociales a que consideren nuestras preocupaciones y nuestros interrogantes morales ante esta posible guerra. Y oramos por todos los líderes mundiales, para que encuentren la voluntad y los medios de dar marcha atrás y a trabajar por una paz justa y duradera. Los instamos a colaborar con los demás para forjar una respuesta eficaz mundial a la las amenazas que representa Irak; una respuesta que reconozca la legitimidad de la defensa propia y se adecue a los límites morales tradicionales del empleo de la fuerza militar.
Nosotros, amigos, tenemos recursos espirituales para la paz. Está la persona y vida de Jesucristo, su ejemplo de amor a sus enemigos, su perdón a los que le crucificaron: «¡Padre, perdónales, que no saben lo que hacen!». Y está el ejemplo de sus discípulos, los que siguieron y siguen a Cristo, que a lo largo de la historia han enseñado la paz y actuado como operadores de paz. Su número incluye a santos, poetas y mártires que sufrieron y a menudo dieron la vida en aras de un compromiso no violento con la verdad, la justicia y la amistad, que han sido los cimientos del progreso humano.
También podemos incluir a innumerables personas de todas las religiones, cuyo nombre tal vez no registra la historia, pero que han actuado de manera valiente con el fin de evitar enfrentamientos y guerras. Gracias a sus acciones, han trabajado por la justicia y la reconciliación como bases para la instauración de la paz. Han sido, pues, agentes de paz entre las crueles realidades de la injusticia, la agresión, el terrorismo y la misma guerra. ¿Queremos unirnos a ellos?
La opción por la paz no significa condescendencia pasiva con el mal o ceder en los principios. Exige un combate activo contra el odio, la opresión y la desunión, pero todo ello sin emplear medios violentos. La construcción de la paz requiere una acción creativa y valiente, pues el compromiso por la paz es labor paciente y perseverante, que implica al mismo tiempo buena disposición para examinar de manera autocrítica la relación de nuestras tradiciones con aquellas estructuras sociales, económicas y políticas que son frecuentemente agentes de violencia e injusticia.
Oramos, pues, para que las partes den marcha atrás ante el abismo de la guerra. Y, junto con tantos cristianos que oran en actos como el nuestro, pedimos a la comunidad católica y a todos los creyentes que se unan a nuestra oración.
Deseo expresaros mi reconocimiento y mi agradecimiento por este encuentro de oración, e invoco con vosotros a la Virgen María, Reina de la paz, para que haga fuertes nuestras iniciativas pacíficas. Rezad e invocad la intercesión de la Santísima Virgen con el rezo, por ejemplo, del Rosario, pues, como dice el Papa: «No se puede recitar el Rosario sin sentirse implicados en un compromiso concreto de servir a la paz» (Rosarium Virginis Mariae, 6) ▶.
† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid