Temas: paz (fe, amor y oración) y diálogo interreligioso.
Publicado: Ecclesia LXVI/3.329, septiembre (2006), 1440-1441.
Al venerado hermano monseñor Domenico Sorrentino, obispo de Asís-Nocera Umbra-Gualdo Tadino.
Este año se celebra el vigésimo Aniversario del Encuentro Interreligioso de Oración por la Paz, convocado por mi venerado predecesor Juan Pablo II y que tuvo lugar el 27-10-1986 en esa ciudad de Asís. Como es sabido, no solo invitó a aquel encuentro a los cristianos de las diversas confesiones, sino también a exponentes de las diferentes religiones. La iniciativa tuvo amplio eco en la opinión pública: fue un mensaje vibrante en favor de la paz y se convirtió en un acontecimiento que dejó huella en la historia de nuestro tiempo.
Por tanto, se comprende que el recuerdo de lo que entonces sucedió continúe suscitando iniciativas de reflexión y compromiso. Algunas se han programado precisamente en Asís, con motivo del vigésimo Aniversario de aquel acontecimiento. Pienso en la celebración organizada, en colaboración con esa Diócesis, por la Comunidad de San Egidio, siguiendo la línea de encuentros análogos realizados anualmente por la misma. En los días del Aniversario tendrá lugar, además, un Congreso organizado por el Instituto Teológico de Asís, en el que las Iglesias particulares de esa región se reunirán en torno a la Eucaristía concelebrada por los obispos de Umbría en la basílica de San Francisco. Por último, el Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso organizará un encuentro de diálogo, oración y formación en la paz para jóvenes católicos y de otras confesiones y religiones.
Estas iniciativas, cada una con su carácter específico, subrayan el valor de la intuición que tuvo Juan Pablo II y muestran su actualidad a la luz de los acontecimientos acaecidos en estos veinte años y de la situación por la que atraviesa en estos momentos la humanidad. El suceso más significativo en este espacio de tiempo ha sido, sin duda, la caída, en el este de Europa, de los regímenes de inspiración comunista. Con ella terminó la “guerra fría”, que había generado una especie de repartición del mundo en esferas de influencia contrapuestas, suscitando la creación de aterradores arsenales de armas y de ejércitos preparados para una guerra total.
Fue un momento de esperanza general de paz, que llevó a muchos a soñar en un mundo diferente, en el que las relaciones entre los pueblos se desarrollarían sin la pesadilla de la guerra, y el proceso de “globalización” se realizaría en un contexto de confrontación pacífica entre pueblos y culturas, en el marco del derecho internacional compartido, inspirado en el respeto de las exigencias de la verdad, la justicia y la solidaridad.
Por desgracia, este sueño de paz no se ha hecho realidad. Más aún, el tercer milenio comenzó con escenarios de terrorismo y violencia que no dan signos de desaparecer. Además, el hecho de que los conflictos armados se desarrollen sobre todo con el telón de fondo de tensiones geopolíticas existentes en muchas regiones puede dar la impresión de que no solo las diferencias culturales sino también las diferencias religiosas son motivo de inestabilidad o amenaza para las perspectivas de paz.
Precisamente desde este punto de vista, la iniciativa impulsada hace veinte años por Juan Pablo II resulta una profecía. Su invitación a los líderes de las religiones mundiales a dar un testimonio conjunto de paz sirvió para aclarar, sin posibilidad de equívocos, que la religión solo puede ser promotora de paz. Como enseñó el Concilio Vaticano II en la declaración Nostra aetate ▶ sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, “no podemos invocar a Dios, Padre de todos, si nos negamos a comportarnos fraternalmente con algunos hombres, creados a imagen de Dios” (n. 5).
A pesar de las diferencias que caracterizan a los diversos caminos religiosos, el reconocimiento de la existencia de Dios, al que los hombres pueden llegar incluso solo a partir de la experiencia de la creación (cf. Rm 1,20), no puede por menos de disponer a los creyentes a considerar a los demás seres humanos como hermanos. Por tanto, a nadie le es lícito servirse de la diferencia religiosa como presupuesto o pretexto para una actitud beligerante hacia los demás seres humanos.
Se podría objetar que la historia registra el triste fenómeno de las guerras de religión. Sin embargo, sabemos que esas manifestaciones de violencia no pueden atribuirse a la religión en cuanto tal, sino a los límites culturales con que se vive y se desarrolla en el tiempo. Ahora bien, cuando el sentido religioso alcanza su madurez, genera en el creyente la percepción de que la fe en Dios, Creador del universo y Padre de todos, no puede por menos de fomentar relaciones de fraternidad universal entre los hombres. De hecho, en todas las grandes tradiciones religiosas se registran testimonios del íntimo vínculo que existe entre la relación con Dios y la ética del amor.
Los cristianos nos sentimos confirmados en esto y ulteriormente iluminados por la Palabra de Dios. Ya el Antiguo Testamento manifiesta el amor de Dios a todos los pueblos, que él, en la alianza establecida con Noé, reúne en un gran abrazo, simbolizado por el “arco en las nubes” (Gn 9,13. 14. 16) y que, en definitiva, según las palabras de los profetas, pretende congregar en una sola familia universal (cf. Is 2,2 ss.; 42, 6; 66, 18-21; Jr 4,2; Sal 47). Después, en el Nuevo Testamento, la revelación de este designio universal de amor culmina en el misterio pascual, en el que el Hijo de Dios encarnado, con un conmovedor acto de solidaridad salvífica, en la cruz se ofrece en sacrificio por toda la humanidad.
Así Dios muestra que su naturaleza es el Amor. Es lo que quise subrayar en mi primera encíclica, que comienza precisamente con las palabras Deus caritas est ▶ (1Jn 4,8). Esta afirmación de la Escritura no solo ilumina el misterio de Dios, sino también las relaciones entre los hombres, todos llamados a vivir según el mandamiento del amor.
El encuentro promovido en Asís por el siervo de Dios Juan Pablo II subrayó el valor de la oración en la construcción de la paz. En efecto, somos conscientes de que el camino hacia este bien fundamental resulta difícil y a veces humanamente casi imposible. La paz es un valor en el que confluyen muchos componentes. Ciertamente, para construirla son importantes los caminos de ámbito cultural, político, económico. Ahora bien, en primer lugar, la paz se debe construir en los corazones. Ahí es donde se desarrollan los sentimientos que pueden alimentarla o, por el contrario, amenazarla, debilitarla y ahogarla. Por lo demás, el corazón del hombre es el lugar donde actúa Dios.
Por tanto, junto a la dimensión “horizontal” de las relaciones con los demás hombres, es de importancia fundamental la dimensión “vertical” de la relación de cada uno con Dios, en quien todo tiene su fundamento. Esto es precisamente lo que quiso recordar con fuerza al mundo el papa Juan Pablo II con la iniciativa de 1986. Pidió una oración auténtica, que comprometiera toda la existencia. Por este motivo, quiso que estuviera acompañada por el ayuno y que se expresara con la peregrinación, símbolo del camino hacia el encuentro con Dios. Y explicó: “La oración supone de parte nuestra la conversión del corazón” (Saludo a las delegaciones en la basílica de Santa María de los Ángeles de Asís, n. 4: L’Osservatore Romano, ed. en español, 2-11-1986, 2).
Entre los aspectos más característicos del encuentro de 1986, conviene subrayar que este valor de la oración en la construcción de la paz fue testimoniado por representantes de diferentes tradiciones religiosas, y esto no sucedió a distancia, sino en el marco de un encuentro. De este modo, los orantes de las diferentes religiones pudieron mostrar, con el lenguaje del testimonio, que la oraci