Temas: Fiesta de la Presentación del Señor y vida consagrada.
Publicado: BOA 2020, 30.
En la Fiesta de la Presentación del Señor celebra la Iglesia la Jornada de la Vida Consagrada. La coincidencia no es casual: de aquella irradia a esta un resplandor que la esclarece con particular elocuencia. Es una fiesta litúrgica de la luz, como proclama el Evangelio: Jesús es la luz «para alumbrar a las naciones, y gloria de su pueblo Israel» (Lc 2,32).
Por otra parte, la Presentación en el Templo es celebrada a los “cuarenta días de la fiesta del Nacimiento del Señor”. La conexión de las dos fiestas se expresa también en el hecho de que el “belén” se mantiene a veces hasta el día 2 de febrero. De esta manera, la manifestación de Jesús a Simeón y Ana en el templo se sitúa en la serie de manifestaciones que comienzan con la visita de los pastores hasta el establo de Belén donde Jesús es acostado en un pesebre junto a su Madre María y San José (cf. Lc 2,16). Y continúa con la adoración de los magos de Oriente que, conducidos por una estrella, llegan hasta el lugar donde estaba el niño, hasta el puerto más cierto (Himno, cf. Mt 2,9). La fiesta de la Presentación prolonga de alguna forma la fiesta del nacimiento de Jesús que se ha manifestado, ya que “navidad” y “epifanía” son inseparables.
Jesús ha nacido como Luz para la humanidad en medio de las tinieblas y confusiones de la historia, en la oscuridad y el silencio de la noche. La procesión con las “candelas”, que se introdujo aproximadamente en el siglo V en Jerusalén, evoca la manifestación de Cristo, Luz del mundo, recibido en el templo por dos ancianos, Simeón y Ana. La proclamación del Evangelio con el himno Nunc dimittis de Simeón (Lc 2,29-33), la entrada en el templo de Jerusalén, centro de la piedad israelita, referente de la vida y la Pascua de Jesús, y el pueblo cristiano caminando en procesión con las lámparas encendidas, que reflejan la fe en el Mesías prometido por Dios y hecho Niño en Belén, sugieren la belleza y hondura de la fiesta de la Presentación del Señor.
Los ancianos Simeón y Ana representan la espera secular del pueblo de Israel que no olvidó la promesa de Dios, reiterada en la historia, de enviarnos un Salvador. Llama la atención que los dos ancianos, a pesar de los años, no se han cansado de esperar; la dilatación del cumplimiento de la promesa no se ha traducido en frustración; no se sintieron defraudados por Dios. La ancianidad fiel de Simeón y Ana es signo de memoria, de sabiduría, de esperanza cumplida, de testificación a los demás. Fueron mensajeros de la venida del Salvador a quienes aguardaban el consuelo de Israel (cf. Lc 2,25.38). El paso de los años purificó y fortaleció su esperanza. La demora y los obstáculos acrisolan también nuestra esperanza. ¡Siempre es posible esperar, porque Dios es fiel! El lema de la presente Jornada invita particularmente a los consagrados a comprender “la esperanza a la que habéis sido llamados” (cf. Ef 1,18).
En este rico contexto bíblico, litúrgico y espiritual celebramos la Jornada de la Vida Consagrada, en la situación actual, sin añoranzas del pasado, ni desaliento por la debilidad presente ni fugas utópicas al futuro.
El carisma de la vida consagrada tiene su origen en el Espíritu de Dios que alienta en los comienzos de cada congregación, se desarrolla en comunicación recíproca con otras vocaciones en la Iglesia y su participación en la misión cristiana es insustituible.
Podemos descubrir una convergencia entre Jesús, que es la Luz del mundo, la vida consagrada y su testificación actual en medio de nuestra sociedad. Esta Jornada y la Fiesta de la Presentación son una oportunidad para agradecer a Dios el carisma de la vida religiosa en pobreza, castidad y obediencia, siguiendo de cerca el estilo de vida de Jesús. En la gratitud a Dios por el don de la vida consagrada, incluimos en concreto el agradecimiento por vuestra vocación, presencia y misión en nuestra Diócesis, queridos consagrados. Os necesitamos a vosotros, como vosotros necesitáis las diversas formas y estados de vida cristiana.
En esta Jornada pedimos particularmente por vosotros, haciéndonos cargo de vuestras dificultades, sobre todo de la escasez vocacional. No dejéis nunca de dar gracias a Dios por vuestra vocación; agradezcamos a Dios las vocaciones recibidas y no lamentemos las ausencias. Colaboremos en lo que podemos hacer por ellas, confiando en Dios, que nos acompaña en cada situación histórica.
La Iglesia, para cumplir su misión en el mundo actual, aprecia y anima la actividad de vuestro carisma. Cuando el afán del dinero esclaviza a las personas y cierra el corazón al clamor de los pobres, vuestra pobreza interior y vuestra sobriedad exterior proclama como signo de libertad que “solo Dios basta”. Cuando la sexualidad se trivializa y se desborda sin sabiduría interior ni norma moral, convirtiendo a otras personas en objeto de placer y cosificándolas, vuestra virginidad y castidad perfecta dignifican la sexualidad que es de orden personal y posee una responsabilidad social. Cuando el individualismo sofoca la relación interpersonal, vuestra vida en comunidad y obediencia, renunciando al orgullo y la rivalidad para seguir al Hijo de Dios que se hizo por nosotros obediente hasta la muerte (cf. Flp 2,1-11), comprendemos la alta significación de vuestra obediencia (cf. Flp 2,1 ss.). Cuando a Dios se lo margina y olvida en un proceso incesante de secularización personal, social y cultural, nos interpela hondamente vuestra vida entregada día y noche a Dios, tratándolo en la oración como a Padre y a Jesucristo como al Amigo que nunca falla. Del encuentro con Dios nace y se regenera diariamente vuestra entrega caritativa a los necesitados y vuestra actividad apostólica. Presentaos cada día ante el Señor para adorarlo y servir a las personas. ¡No nos amoldemos a los criterios y formas de vida del mundo!
Queridos hermanos y hermanas, agradezco vuestra caridad sacrificada y vuestra fidelidad paciente.