Temas: ecumenismo (caridad, matrimonio y familia).
Publicado: Ecclesia LXVI/3.313, junio (2006), 845-847.
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
“Gracia y paz a vosotros de parte de Aquél que es, que era y que va a venir, de parte de los siete Espíritus que están ante su trono, y de parte de Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra” (Ap 1,4-5). Con estas palabras del libro del Apocalipsis, con las que san Juan saluda a las siete Iglesias de Asia, quiero dirigir mi afectuoso saludo a todos los que están aquí presentes, ante todo a los representantes de las Iglesias y las comunidades eclesiales reunidas en el Consejo ecuménico polaco. Agradezco al arzobispo Jeremías, de la Iglesia ortodoxa autocéfala y presidente de este Consejo, el saludo y las palabras de unión espiritual que acaba de dirigirme. Saludo al arzobispo Alfons Nossol, presidente del Consejo ecuménico de la Conferencia episcopal polaca.
Nos une hoy aquí el deseo de encontrarnos para dar gloria y honrar, con la oración común, a nuestro Señor Jesucristo: “Al que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados y ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre” (Ap 1,5-6). Damos gracias a nuestro Señor, porque nos reúne, nos concede su Espíritu y nos permite invocar, por encima de lo que aún nos separa, “Abbá, Padre”. Estamos convencidos de que él mismo intercede sin cesar en nuestro favor, pidiendo para nosotros: “Que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí” (Jn 17,23).
Juntamente con vosotros doy gracias por el don de este encuentro de oración común. Veo en él una de las etapas para realizar el firme propósito que hice al inicio de mi pontificado: considerar una prioridad de mi ministerio el restablecimiento de la unidad plena y visible entre los cristianos. Mi amado predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II, cuando visitó esta iglesia de la Santísima Trinidad, en el año 1991, subrayó: “Por mucho que nos esforcemos en lograr la unidad, ella es siempre un don del Espíritu Santo. Sólo estaremos dispuestos a recibir este don si hemos abierto nuestra mente y nuestro corazón a él a través de la vida cristiana y especialmente a través de la oración” (Encuentro ecuménico de oración, 9-6-1991, n. 6: L’ Osservatore Romano, ed. en español, 19-7-1991, 8) ▶. En efecto, no podemos “lograr” la unidad solo con nuestras fuerzas. Como recordé durante el encuentro ecuménico del año pasado en Colonia: “Podemos obtenerla solamente como don del Espíritu Santo” (Discurso a los representantes de otras Iglesias y comunidades eclesiales, 19-8-2005: L’ Osservatore Romano, ed. en español, 26-8-2005, 9) ▶.
Por eso, nuestras aspiraciones ecuménicas deben estar impregnadas por la oración, el perdón recíproco y la santidad de vida de cada uno de nosotros. Me complace que aquí, en Polonia, el Consejo ecuménico polaco y la Iglesia católica romana emprendan numerosas iniciativas en este ámbito.
“Mirad, viene acompañado de nubes: todo ojo lo verá, hasta los que le traspasaron” (Ap 1,7). Estas palabras del Apocalipsis nos recuerdan que todos estamos en camino hacia el encuentro definitivo con Cristo, cuando él desvelará ante nosotros el sentido de la historia humana, cuyo centro es la cruz de su sacrificio salvífico. Como comunidad de discípulos, nos encaminamos a ese encuentro, con la esperanza y la confianza de que será para nosotros el día de la salvación, el día que se hará realidad todo lo que anhelamos, gracias a nuestra disponibilidad a dejarnos guiar por la caridad recíproca, que su Espíritu suscita en nosotros. No edificamos esta confianza sobre nuestros méritos, sino sobre la oración en la que Cristo revela el sentido de su venida a la tierra y de su muerte redentora: “Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo” (Jn 17,24).
En camino hacia el encuentro con Cristo que “viene acompañado de nubes”, con nuestra vida anunciamos su muerte, proclamamos su resurrección, a la espera de su venida. En efecto, experimentamos el peso de la responsabilidad que implica todo esto, pues el mensaje de Cristo debe llegar a todos los hombres de la tierra, gracias al compromiso de quienes creen en él y están llamados a testimoniar que él fue enviado verdaderamente por el Padre (cf. Jn 17,23). Por tanto, es necesario que, al anunciar el Evangelio, nos impulse el anhelo de cultivar relaciones recíprocas de caridad sincera, de modo que, a la luz de ellas, todos conozcan que el Padre mandó a su Hijo y ama a la Iglesia y a cada uno de nosotros como lo ama a él (cf. Jn 17,23). Así pues, los discípulos de Cristo, cada uno de nosotros, debemos tender a esa unidad, a fin de que nos convirtamos, como cristianos, en signo visible de su mensaje salvífico, destinado a todo ser humano.
Permitidme que haga referencia una vez más al encuentro ecuménico que tuvo lugar en esta iglesia con la participación de vuestro gran compatriota Juan Pablo II y a su intervención, en la que delineó del siguiente modo la visión de los esfuerzos tendentes a la unidad plena de los cristianos: “El reto que se nos lanza es el de superar gradualmente los obstáculos (...) y crecer juntos en esa unidad de Cristo, que es única, unidad con la que la dotó desde el comienzo; la seriedad de este cometido impide obrar precipitada o impacientemente, pero el deber de responder a la voluntad de Cristo exige que permanezcamos firmes en el camino hacia la paz y la unidad entre todos los cristianos. Sabemos bien que no somos nosotros los que vamos a cicatrizar las heridas de la división y a restablecer la unidad; somos simples instrumentos que Dios puede utilizar; la unidad entre los cristianos será don de Dios, en su tiempo de gracia. Tendamos humildemente hacia ese día, creciendo en el amor, el perdón y la confianza recíprocos” (Encuentro ecuménico de oración, 9-6-1991, n. 6: L’ Osservatore Romano, ed. en español, 19-7-1991, 8).
Desde aquel encuentro, han cambiado muchas cosas. Dios nos ha concedido dar muchos pasos hacia la comprensión recíproca y el acercamiento. Permitidme atraer vuestra atención hacia algunos acontecimientos ecuménicos que tuvieron lugar en ese tiempo en el mundo: la publicación de la encíclica Ut unum sint ▶; las concordancias cristológicas con las Iglesias precalcedonias; la firma en Augsburgo de la “Declaración común sobre la doctrina de la justificación”; el encuentro con ocasión del gran jubileo del año 2000 y la memoria ecuménica de los testigos de la fe del siglo XX; la reanudación del diálogo católico-ortodoxo a nivel mundial; el funeral de Juan Pablo II, con la participación de casi todas las Iglesias y comunidades eclesiales.
Sé que también aquí, en Polonia, este anhelo fraterno de unidad ha logrado éxitos concretos. Quisiera mencionar en este momento: la firma de la declaración de reconocimiento mutuo de la validez del bautismo, realizada en el año 2000, también en este templo, por la Iglesia católica romana y las Iglesias reunidas en el Consejo ecuménico polaco; la creación de la Comisión para las relaciones entre la Conferencia episcopal polaca y el Consejo ecuménico polaco, a la que pertenecen los obispos católicos y los jefes de otras Iglesias; la creación de las comisiones bilaterales para el diálogo teológico entre católicos y ortodoxos, luteranos, miembros de la Iglesia nacional polaca, mariavitas y adventistas; la publicación de la traducción ecuménica del Nuevo Testamento y del libro de los Salmos; la iniciativa llamada “Obra navideña de ayuda a los niños”, en la que colaboran las organizaciones caritativas de las Iglesias católica, ortodoxa y evangélica.
Constatamos muchos progresos en el campo del ecumenismo y, sin embargo, esperamos