Temas: libertad religiosa (Iglesia-Estado).
Web oficial: http://www.vatican.va/roman_curia/secretariat_state/2013/documents/rc_seg-st_20130116_liberta-autonomia_sp.html
La doctrina de la Iglesia católica relativa a los aspectos de la libertad religiosa implicados en los dos casos mencionados más arriba puede ser presentada, en síntesis, como fundada en los cuatro principios siguientes: una) la distinción entre Iglesia y comunidad política; dos) la libertad respecto al Estado; tres) la libertad en el seno de la Iglesia; cuatro) el respeto del orden público justo.
1. Distinción entre Iglesia y comunidad política
La Iglesia reconoce la distinción entre Iglesia y comunidad política, que tienen, una y otra, finalidades diversas; la Iglesia no se confunde de ningún modo con la comunidad política y no está ligada a ningún sistema político. La comunidad política debe vigilar sobre el bien común y hacer que, en esta tierra, los ciudadanos puedan vivir una «vida calma y tranquila. La Iglesia reconoce que es en la comunidad política donde se encuentra la realización más completa del bien común» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1910) ▶. Entendido como «el conjunto de las condiciones de la vida social que permiten a los grupos, así como a cada miembro, alcanzar la propia perfección con más plenitud y facilidad» (ib. n. 1906). Le corresponde al Estado defenderlo y garantizar la cohesión, la unidad y la organización de la sociedad para que el bien común se realice con la contribución de todos los ciudadanos, y hacer accesibles a cada uno los bienes necesarios —materiales, culturales, morales y espirituales— para una existencia verdaderamente humana. En cuanto a la Iglesia, ésta ha sido fundada para conducir a los fieles, a través de su doctrina, sus sacramentos, su oración y sus leyes, a su destino eterno.
Esta distinción se funda en las palabras de Cristo: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mateo 22, 21). La comunidad política y la Iglesia, cada una en el campo que le es propio, son independientes una de la otra y autónomas. Cuando se trata de ámbitos cuyo fin es al mismo tiempo espiritual y temporal, como el matrimonio o la educación de los hijos, la Iglesia considera que el poder civil debe ejercer la propia autoridad prestando atención a no perjudicar el bien espiritual de los fieles. La Iglesia y la comunidad política sin embargo no pueden ignorarse recíprocamente; a título diverso, están al servicio de los mismos hombres. Prestarán tanto más eficazmente este servicio al bien común de todos cuanto más busquen entre ellas una sana cooperación, según la afirmación del Concilio Vaticano II (cf. Gaudium et spes, n. 76) ▶.
La distinción entre Iglesia y comunidad política es garantizada por el respeto de su autonomía recíproca, que condiciona su libertad mutua. Los límites de esta libertad son, para el Estado, abstenerse de adoptar medidas susceptibles de perjudicar la salvación eterna de los fieles, y, para la Iglesia, respetar el orden público.
2. Libertad respecto al Estado
La Iglesia no reivindica ningún privilegio, sino el pleno respeto y la garantía de su libertad de cumplir la propia misión en el seno de una sociedad pluralista. Esta misión y esta libertad la Iglesia las ha recibido a su vez de Jesucristo y no del Estado. El poder civil, por tanto, debe respetar y garantizar la libertad y la autonomía de la Iglesia, y de ningún modo impedirle cumplir integralmente su misión, que consiste en conducir a los fieles, a través de su doctrina, sus sacramentos, su oración y sus leyes, a su destino eterno.
La libertad de la Iglesia debe ser reconocida por el poder civil en todo lo concerniente a su misión, ya sea que se trate de la organización institucional de la Iglesia (elección y formación de los colaboradores y los clérigos, elección de los obispos, comunicación interna entre la Santa Sede, los obispos y los fieles, fundación y gobierno de institutos de vida religiosa, publicación y difusión de escritos, posesión y administración de bienes temporales…), ya sea que se trate del cumplimiento de su misión entre los fieles (sobre todo a través del ejercicio de su magisterio, la celebración del culto, la administración de los sacramentos y la solicitud pastoral).
La religión católica existe en y a través de la Iglesia, que es el Cuerpo místico de Cristo. Al considerar la libertad de la Iglesia, una atención particular debe dirigirse a su dimensión colectiva: la Iglesia es autónoma en su funcionamiento institucional, en su orden jurídico y en su administración interna. Hecha excepción de los imperativos del orden público justo, esta autonomía debe ser respetada por las autoridades civiles; es una condición de la libertad religiosa y de la distinción entre Iglesia y Estado. Las autoridades civiles no pueden interferir, a no ser que cometan abuso de poder, en este ámbito religioso, por ejemplo, pretendiendo reformar una decisión del obispo relativa a un nombramiento en una función.
3. Libertad en el seno de la Iglesia
La Iglesia no ignora que algunas religiones e ideologías pueden oprimir la libertad de sus fieles; en cuanto a ella misma, sin embargo, la Iglesia reconoce el valor fundamental de la libertad humana. La Iglesia ve en cada persona a una criatura dotada de inteligencia y de libre voluntad. La Iglesia se concibe como un espacio de libertad y prescribe normas destinadas a garantizar el respeto de esta libertad. Así, todos los actos religiosos, para ser válidos, exigen la libertad de su autor. Considerados en su conjunto y más allá de su significado propio, estos actos realizados libremente miran a que se acceda a la “libertad de los hijos de Dios”. Las relaciones en el seno de la Iglesia (por ejemplo, el matrimonio y los votos religiosos pronunciados ante Dios) son gobernados por esta libertad.
Esta libertad es dependiente de la verdad («La verdad os hará libres», Juan 8, 32): de aquí resulta que no puede invocarse para justificar un atentado contra la verdad. Así, un fiel laico o religioso no puede invocar, respecto a la Iglesia, su libertad para contestar la fe (por ejemplo, asumiendo posiciones públicas contra el Magisterio) o para dañar a la Iglesia (por ejemplo, creando un sindicato civil de sacerdotes contra la voluntad de la Iglesia). Es verdad que cada persona dispone de la facultad de contestar el magisterio o las prescripciones y las normas de la Iglesia. En caso de desacuerdo, cada persona puede ejercer los recursos previstos por el derecho canónico e incluso romper las propias relaciones con la Iglesia. No obstante, puesto que las relaciones en el seno de la Iglesia son de naturaleza esencialmente espiritual, no le compete al Estado entrar en esta esfera y resolver tales controversias.
4. Respeto del orden público justo
La Iglesia no pide que las comunidades religiosas sean zonas de “no derecho” en las que las leyes del Estado dejarían de aplicarse. La Iglesia reconoce la competencia legítima de las autoridades y jurisdicciones civiles para garantizar el mantenimiento del orden público, debiendo este último respetar la justicia. Así, el Estado debe garantizar el respeto —por parte de las comunidades religiosas— de la moral y del orden público justo. Él se preocupa en particular de que las personas no sean sometidas a tratos inhumanos o degradantes, así como del respeto de su integridad física y moral, incluida su capacidad de dejar libremente su comunidad religiosa. Está ahí el límite de la autonomía de las diversas comunidades religiosas que permite garantizar la libertad religiosa, tanto individual como colectiva e institucional, en el respeto del bien común y de la cohesión de las sociedades pluralistas. Fuera de estos casos, corresponde a las autoridades civiles respetar la autonomía de las comunidades religiosas, en virtud de la cual ellas deben ser libres de funcionar y de organizarse según sus propias reglas.
A este propósito, debe recordarse el hecho de que la fe católica es totalmente respetuosa de la razón. Los cristianos reconocen la distinción entre razón y religión, entre los órdenes natural y sobrenatural, y piensan que “la gracia no destruye la naturaleza”, es decir, que la fe y los otros dones de Dios no hacen inútil ni ignoran la naturaleza humana y el uso de la razón sino que, al contrario, alientan este uso. El cristianismo, diversamente de otras religiones, no comporta prescripciones religiosas formales (alimentarias, de vestido, mutilaciones, etc.) eventualmente susceptibles de chocar con la moral natural y de entrar en conflicto con el derecho de un Estado neutro en el plano religioso. Por otra parte, Cristo ha enseñado a superar estas prescripciones religiosas puramente formales y a sustituirlas con la ley viva de la caridad, una ley que, en el orden natural, reconoce a la conciencia la tarea de distinguir el bien del mal. Así, la Iglesia católica no sabría imponer ninguna prescripción contraria a las justas exigencias del orden público.