Temas: Finitud (hombre). Confinamiento. Solidaridad. Casa común. Oracion.
Publicado: BOA 2020, 0.
Hace unos meses nadie, ni los más avezados a escrutar los signos del tiempo y el horizonte del futuro, sospecharon que nos invadiría un poco más tarde una tempestad de unas dimensiones mundiales. Aproximadamente un tercio de la humanidad camina dentro de esta nube. Todavía estamos inmersos en ella; por lo cual no podemos predecir ni la duración de la pandemia ni la desolación que la acompaña ni las consecuencias que habrá causado. En estas condiciones es prematuro extraer las lecciones para nosotros y nuestra generación; pero, por otra parte, no podemos dejar de preguntarnos como personas y como cristianos qué preguntas nos suscita. Los hombres no vivimos ciegamente los acontecimientos, ya que inevitablemente nos asaltan las preguntas.
En este contexto histórico y con todas las limitaciones de que somos conscientes, me permito apuntar algunas posibles lecciones de este acontecimiento global que de improviso ha salido al paso de la humanidad. Enumero algunas preguntas abiertas.
1) Debemos aprender una vez más la sabiduría de la finitud. Nos creemos autosuficientes, no solo como personas concretas sino también como humanidad, y cuando palpamos que la salud es vulnerable y que a la vida le roza la muerte, temblamos como juncos agitados por el viento y nos agarra el miedo. Es una tentación pensar y actuar como si fueramos dioses (cf. Gn 3,5). En un salmo rezamos: “Enséñanos, Señor, a calcular nuestros años para que adquiramos un corazón sensato” (Sal 90,12). No pretendemos señalar con resentimiento el olvido de Dios sino recordar que su memoria es el camino que conduce a la verdad, la libertad y a la auténtica adultez del hombre.
2) En estas semanas de temor e incertidumbre, por prescripción de la autoridad, se han refugiado los ciudadanos en las casas y dejado desiertas las calles y plazas de nuestros pueblos y ciudades. La presente zozobra es una oportunidad, está siendo una oportunidad, para que se manifieste lo más noble de las personas. ¡Cuánta solidaridad sacrificada! ¡Cuántos riesgos afrontados para tender la mano y unir el corazón a quienes están amenazados por el peligro! En estos días está escribiendo nuestro pueblo una historia tejida de gestos admirables de generosidad y de bonhomía. La vida cotidiana no ofrece ordinariamente la ocasión para que aparezca la grandeza del alma que realmente existe. ¡Pero existe y es una satisfacción verificarla cuando estamos al borde del precipicio! ¿A cuántas personas y a cuántas instituciones debemos agradecer lo que hacen por nosotros? Las autoridades, en medio de todas las limitaciones, se esfuerzan afanosamente por responder a este desafío de inmensas dimensiones. Los responsables de la sanidad, con sus diversas responsabilidades, arriesgan día y noche su salud por nosotros. En estas situaciones nos damos cuenta que todos los cargos y funciones son un servicio a la sociedad, que la autoridad está para el bien común, que hasta las más insignificantes ayudas son preciosas y de una bondad elocuente.
3) Cuando las familias están confinadas las veinticuatro horas del día en sus casas, sobra tiempo. Da la impresión que la historia se ha detenido; que estamos todos retenidos entre cuatro paredes para contener en la medida de lo posible la difusión de la pandemia. A diferencia de los demás días en los que las prisas nos agitan, las mil tareas nos urgen y la dispersión nos desgarra interiormente, el tiempo a disposición en la presente situación es interminable y estamos “cansados de no hacer nada” (cf. 2Ts 3,11). Si las prisas nos derraman, qué bien nos vendría aprender la lección de la interiorización, del sosiego y de la lentitud en el ritmo cotidiano de la vida. “Marta, Marta, le dijo Jesús un día, por muchas cosas te inquietas, pero solo una es necesaria” (cf. Lc 10,41-42).
4) El día 27 de marzo convocó el Papa a orar en la plaza de San Pedro vacía. Fue una imagen impresionante y una oración honda en fe y en humanidad. En la exhortación entre otras muchas cosas sabias, nos advirtió de que en un mundo enfermo continuamos imperturbables pensando en mantenernos siempre sanos y llevando una existencia feliz sin término. Es oportuno reconocer que todos los hombres habitamos en una misma casa que no debemos maltratar. No es lícito abusar de ella ni pretender enmendar la plana a la naturaleza que nos sostiene, alimenta y cobija. El pobre es nuestro hermano, la tierra ha sido creada por Dios para la humanidad entera, cuyo destino es vivir como una familia. Si después de la Segunda Guerra Mundial tuvo lugar la Declaración Universal de los Derechos Humanos, ¿qué decisión deberíamos tomar para que esta pandemia mundial en nuestra aldea global alumbre una ética que no globalice el egoísmo ni la indiferencia? ¿Por qué no pensamos también que los hombres y mujeres de África tienen derecho a sentarse en la mesa de los bienes de la tierra?
5) En estos días se advierte cómo hay foros en los que con suma prevención se evita la alusión a Dios, al poder de la fe y de la oración. Pero frente a esa sospecha del secularismo, ya nadie piensa que la oración sea una especie de descarga de nuestras obligaciones históricas sobre los hombros de Dios. Por la oración entramos en comunicación con el hondo Misterio del hombre y del universo, que es nuestro Creador y Padre. En Él depositamos nuestras preguntas y Él alienta en nuestro corazón la entrega generosa a los demás. Pedimos a Dios el pan de cada día y al mismo tiempo labramos la tierra para que nos dé su fruto. Reconocer que lo que somos y tenemos viene del Padre Dios nos invita a repartirlo fraternalmente con las demás personas. La oración no es un suspiro de párvulos inconscientes; no apelamos a la solidaridad fraternal sin remitirnos al Padre Dios; no podemos hablar de “positividad” si nuestra esperanza no se apoya en el poder compasivo de Dios y en la bondad de los hombres en medio de nuestros sufrimientos y arduas tareas.
6) Por último, quiero aludir a lo siguiente: Estas situaciones desenmascaran las ideologizaciones de la realidad y la división entre los pueblos, mostrando su ineficacia. El virus no respeta fronteras ni la ayuda puede seleccionar entre indigentes cuando todos participamos del mismo peligro y necesitamos la misma esperanza.