San Pedro Regalado (II) Casa de Dios y escalera del cielo

San Pedro Regalado (II) Casa de Dios y escalera del cielo

18 julio, 2017
San Pedro Regalado
San Pedro Regalado

Bienaventurados – Santos Vallisoletanos. Serie de Artículos de Javier Burrieza

San Pedro Regalado, fraile franciscano, n. Valladolid, 1390 + La Aguilera (Burgos), 30.III.1456; beatificación 1683, canonización 1746. Patrono de Valladolid desde 1747.

 

Conforme a las coordenadas de la hagiografía barroca, la madre tenía que ser punto fundamental en la formación espiritual de su hijo, conductora de esa inclinación natural y temprana que Pedro Regalado iba a sentir hacia el claustro. De hecho, el pequeño se iba a ver pronto privado de la presencia paterna. Era entonces cuando, por mano de la madre, acudía al cercano [de su atribuida casa] convento de San Francisco, en la escucha de la misa, la comunión frecuente —más propia del barroco que de los siglos medievales— y la propia Palabra de Dios. Naturalmente, aquel niño, santo desde su infancia según estos relatos, no podía ser cómo el resto de los infantes sino que pronto en él tenían que aparecer signos de penitencia y mortificación. Era un noviciado adelantado a la sombra de su familia, despreciando los juegos infantiles convertidos en pasatiempos que más bien distraían. Los documentos históricos disponibles, sin embargo, detallaban mucho menos esta cotidianidad.

El silencio del Regalado acerca de su vida es rotundo, compensado por la locuacidad demostrada por uno de sus compañeros, fray Lope de Salazar. Precisamente, él fue el que relacionó desde edad temprana a Pedro Regalado con un fraile reformador franciscano, vallisoletano de nacimiento y muy formado en los principales centros intelectuales europeos. Nos estamos refiriendo a fray Pedro de Villacreces. No era extraño que en aquella Iglesia conflictiva y dividida naciesen, desde las propias órdenes religiosas, vitales caminos de reforma. Precisamente, desde estas coordenadas, Valladolid se convirtió en capital del rigor, cómo se han encargado de resaltar Teófanes Egido y Pascual Martínez Sopena, pues en ella y en su ámbito geográfico se van a fundar conventos, monasterios y casas de religiosos y religiosas, fundamentales para el proceso de reforma dentro de la Iglesia y habitualmente apoyadas por la Monarquía.

Fray Pedro de Villacreces, a través de sus eremitorios y saliendo del ámbito urbano relacionado con la comodidad, pretendía volver —sin romper con la obediencia debida a sus superiores— al estilo primitivo de vida de San Francisco.

Un camino que se había iniciado con la fundación, en 1404, del eremitorio de La Aguilera, próximo a Aranda de Duero. Para continuar con estas aspiraciones, y siempre relacionado con el convento de San Francisco, Villacreces reunió a un grupo de muchachos, para los que se convirtió en su maestro, padre y criador. La nómina la proporciona el citado fray Lope de Salazar, uno de aquéllos: Pedro Regalado que contaba con trece o catorce años, acompañado de Martinico de Gumiel, Juanico de Medina, Antonillo de Aguilera o Perico de Olmedo entre otros. Niños que fueron educados en primeras letras, latinidad, filosofía o teología por un intelectual como era Villacreces, pero también por aquel que consideraba que lo perteneciente al conocimiento se podía convertir en una barrera para los objetivos de su reforma.

La hagiografía barroca ponía en las ocupaciones de fray Pedro Regalado los trabajos de un buen fraile, obediente y observante de la Regla: el orden de la sacristía, la limpieza de la iglesia y del convento, la meditación y estudio de los preceptos de la vida franciscana. Ese menosprecio a las comodidades, también las supuestamente intelectuales, fue una de las coordenadas del estilo de vida que propuso Villacreces y en el que vivió el propio Pedro Regalado, que se había separado de su ámbito familiar a esa edad muy temprana. Según establece Antonio Daza en sus páginas, fray Pedro de Valladolid profesó en San Francisco de la Plaza Mayor y desde allí partió hacia La Aguilera, para no regresar jamás a su villa natal. Biógrafos más recientes como Carrión González vinculaban la profesión de este franciscano con La Aguilera. Precisamente, el padre Cornejo, en el tomo cuarto de la “Crónica Seráfica” lo asociaba con el mencionado grupo de adolescentes que se juntaron en el entorno del mencionado reformador Villacreces.

Rigor en la oración, en sus comportamientos, en su alimentación a través del ayuno, en la forma de vestirse con el sayal campesino más burdo, en su afán de caminar con los pies descalzos, en sus actitudes dentro de una espiritualidad que condenaba la risa pues veía también en ella un motivo de relajación. Si el fraile franciscano quería volver al estilo primitivo había que pasar por la pobreza y sus privaciones. Todas ellas se traducían en el conjunto material de los propios eremitorios, construidos con materiales frágiles. Privaciones decíamos con la comida y así lo atestigua fray Lope de Salazar: “cuando daban algunas veces carne en los grandes trabajos a los frailes, esta carne eran cabezas y livianos que daban por Dios los carniceros a fray Pedro de Salinas en Valladolid y en Aranda y en Roa, y yo era el cocinero de ellos. Y por grande especialidad se guardaba la lengua y los sesos para el dicho padre viejo. Empero, apenas me acuerdo que carne de la canal se trajese para los frailes, si no fuese por su vejedad, y si algún poco sobraba de lo que para él se traía, hacíamelo hacer tasajos y poner al sol, y aquello, con las cabezas y livianos traídos del domingo, en verano daba yo a los frailes trabajantes de sol a sol los jueves, lleno de gusanos y hediondo, de manera que por gran consolación hubieran los frailes nunca lo comer, y que se lo mudara en fruta, la cual les daba yo muy escasa y por cuenta”.