Santo Toribio de de Mogrovejo (III). La aventura de escribir un catecismo

Santo Toribio de de Mogrovejo (III). La aventura de escribir un catecismo

19 julio, 2017
TORIBIO MOGROVEJO
TORIBIO MOGROVEJO

Bienaventurados – Santos Vallisoletanos. Serie de Artículos de Javier Burrieza

Santo Toribio Alfonso de Mogrovejo, arzobispo de Lima, n. Mayorga (Valladolid), 1538 + Saña (Perú), 23.III.1606; b. 1679; c. 1726.

Virreyes del Perú tan intervencionistas como Francisco de Toledo habían argumentado al propio Felipe II que era el momento de realizar un texto único catequético para la evangelización de los indígenas. El alto funcionario no “había descubierto el Mediterráneo” pues en esa línea estaban los recién llegados jesuitas y muy especialmente, el padre José de Acosta, el cual reflexionó sobre los trabajos que habrían de culminarse en aquellas tierras. Estas reflexiones sirvieron para llenar las páginas de su obra “De Procuranda Indorum salute”, traducido por el mismo jesuita como “Predicación Evangélica en Indias”. El Concilio limense, convocado por el arzobispo Mogrovejo, tenía claro que debía solucionar este problema. Se hablaba entonces de dos catecismos, el primero lo suficientemente didáctico cómo para que los indios pudiesen aprender sus pasajes de memoria; el segundo debía ser más elaborado y extenso, a modo de compendio. En todo ello se trabajaba en una “iniciativa de consenso”, unificándose criterios. En el III Concilio limense, se tenía claro que este objetivo se habría de conseguir en equipo, tanto en su elaboración en castellano como en su traducción a las lenguas indígenas de quechua y aymara. En todo ello estarían jesuitas que, aunque estaban comenzando su labor de expansión en Perú, eran buenos amigos de Mogrovejo. El Concilio de Lima distinguió entre la composición y la traducción pues mientras lo primero debía ser responsabilidad de teólogos, lo segundo correspondía a los especialistas en lenguas —que en la Compañía eran los conocidos “jesuitas-lenguas”—.

Luis Resines, gran especialista en historia de la catequesis y sacerdote de nuestra diócesis, ha estudiado su contenido y ha destacado que a miles de kilómetros de su tierra se reunieron tres vallisoletanos —el arzobispo Toribio de Mogrovejo de Mayorga, José de Acosta de Medina y el también jesuita Juan de Atienza, de Valladolid— para hacer realidad un catecismo de acuerdo a las disposiciones del III Concilio limense. En el texto extenso existieron notables influencias del catecismo romano, lo que desde el proceso de centralización del gobierno de la Iglesia podría ser lógico, aunque carecía de efectividad pastoral para con los indios. Para estos últimos era de mayor utilidad el texto breve o mínimo, más en la línea de las exitosas obras vinculadas con Gaspar de Astete y Jerónimo Ripalda.

Un nuevo paso de la labor catequética del Concilio y del arzobispo mayorgano en el que iban a intervenir intensamente los jesuitas fue la impresión de esta obra, realizándose en el colegio de Lima, gobernado por el mencionado Juan de Atienza.

No se podía sacar de esta tierra la impresión del catecismo, pues los expertos y la adecuada corrección en las lenguas indígenas se encontraban aquí. No se hallaba autorizada todavía la imprenta en el Perú tras las revueltas producidas en tiempo de la conquista, aunque comenzaron los trabajos de impresión antes de que llegase la licencia de Felipe II. La maquinaria no procedía de Europa sino que se encontraba en Lima desde 1581, conducida hasta allí por el maestro turinés Antonio Ricardo, el cual había trabajado para los jesuitas en México. De esta manera, el catecismo fue el primer libro impreso en el Perú, alargándose los trabajos de elaboración hasta el verano de 1585: “ya bendito sea el Señor, está compuesto en efecto lo de la impresión, de que resulta gran bien a los indios de todo este Reino y a los ministros que les enseñan”.

No se detuvo el arzobispo Mogrovejo, dentro de su labor legisladora y de gobierno para con su gran diócesis, en este Concilio pues convocó otros dos en Lima, además de los sínodos diocesanos, enfrentándose con ello a la Audiencia, a los virreyes y al propio monarca que lo había propuesto. Conflictos, por ejemplo, para la apertura del seminario en Lima, recibiendo las acusaciones del virrey e incluso de los eclesiásticos y cabildos, sin que faltase la cédula real con la cual zanjar el asunto. Conflictos que no faltaron desde un arzobispo perteneciente al clero secular con aquellos religiosos de las órdenes, auténtica elite y vanguardia de la evangelización. Éstos eran también defensores a ultranza de sus privilegios o de aquellos que pensaban que les habían sido concedidos. Uno de ellos era su exención con respecto a la autoridad del ordinario u obispo, sobre todo entre aquellos que desempeñaban papel de doctrineros y desarrollaban funciones parroquiales. Una controversia que se extendió en los siglos intensos de la evangelización: recordemos las posteriores de los jesuitas con el obispo Juan de Palafox en Puebla de los Ángeles, ya a mediados del siglo XVII.