Bienaventurados. San Pedro Regalado (IV) La muerte santa, los milagros requeridos

Bienaventurados. San Pedro Regalado (IV) La muerte santa, los milagros requeridos

18 julio, 2017
Sandalias de San Pedro Regalado
Sandalias de San Pedro Regalado

Bienaventurados – Santos Vallisoletanos. Serie de Artículos de Javier Burrieza

San Pedro Regalado, fraile franciscano, n. Valladolid, 1390 + La Aguilera (Burgos), 30.III.1456; beatificación 1683, canonización 1746. Patrono de Valladolid desde 1747.

La fama de virtudes de fray Pedro de Valladolid o del Regalado se encontraba muy resaltada en vida, según lo probaban numerosos testimonios. Los santos, en las hagiografías barrocas, tenían conocimiento del día de su fallecimiento. Sintiendo próximo el suyo, se encaminó a visitar a otros de los hombres de la reforma como fray Lope de Salinas, residente en el convento de San Antonio del Monte, cerca de la Fresneda. Pasó después a El Abrojo, recibiendo la revelación de su muerte, el día 30 de marzo. Siguiendo el comportamiento de San Francisco, en sus últimos momentos, acompañado de fray Alonso de Espina caminó hacia La Aguilera. Para los últimos auxilios espirituales recurrió al obispo de Palencia, que al mismo tiempo lo era de Valladolid, Pedro de Castilla, acompañado de su sobrino Diego Gómez de Sandoval, como indicaba Matías Sangrador. El prelado solicitó la curación de su sobrino, el cual presentaba los miembros tullidos. La muerte era retratada como el nacimiento a la auténtica vida. Por eso, el obispo mandó sustituir el oficio de difuntos por el Te Deum, como signo de alabanza y gloria. Era el mencionado 30 de marzo de 1456.

El cuerpo del difunto se convertía en una prueba de santidad. Los deseos de reliquias se sucedían de manera constante. El hábito que tenía en el momento de su muerte se lo llevó el mencionado Diego Gómez de Sandoval, entregado después a la casa del marqués de Denia, para ser incluido, como reliquia, en su mayorazgo. El esquema clásico de la hagiografía barroca que narraba la existencia del Regalado se repitió en los episodios “vida, milagros y virtudes”. Los milagros eran tan importantes como la propia vida. Milagros “in vita” y “postmortem” presentes en este taumaturgo. Pronto su tumba se convirtió en una referencia para los privilegiados y los que no lo eran tanto. Todos ellos buscaban los mencionados prodigios. Y aunque el pueblo lo había canonizado ya, los frailes se preocuparon por dejar constancia de todos ellos, autentificados incluso por parte de los escribanos. Sin embargo, eran tan numerosos que temían que los milagros pudiesen romper el carácter contemplativo del eremitorio, cansándose de apuntarlos en un pequeño libro. En aquellas sociedades la autenticidad de éstos no se ponía en duda.

En vida se le habían atribuidos milagros terapéuticos, sanando corporalmente a los enfermos, especialmente a los tullidos. Milagros como el de aquel manto que le servía para navegar por el Duero después de haber limosneado por tierras de Aza o en las proximidades de El Abrojo.

 

Así lo cuenta para este último escenario fray Antonio Daza en su “Vida” del Regalado: “era fuerza ir y tornar algunos pueblos a pedir limosna como a otras cosas que se ofrecían. Y como en aquella ribera no hay puente sino a una legua distante del convento, muchas veces pasó sobre su manto con su compañero aquel furioso río [Duero]. Y la primera vez que le sucedió a su compañero pasar con él, y viéndose libre fue tan grande su alegría, que a todos se lo contaba muy en secreto con toda seguridad y llaneza, como si le hubiesen de guardar secreto”.

Lo que sorprendía o se decía en vida de sus contemporáneos se continuaba relatando, como el caso de aquel niño-bebé que alabó la pureza del alma de fray Pedro tras su predicación en Matapozuelos; o un clásico, el de las rosas, parejo al de los santos Diego de Alcalá o Casilda. El más famoso es el de la ubicuidad cuando Pedro Regalado presidía el capítulo de los viernes en el que los frailes confesaban los pecados, entre La Aguilera y el Abrojo, casi al mismo tiempo. El traslado angelical de un lado a otro fue muy repetido por las declaraciones del proceso de canonización. Se convirtió este prodigio en el principal recurso iconográfico de san Pedro Regalado. Gustaban siglos después, en el barroco, de esta violación de las leyes físicas, como se contaba para las monjas del siglo XVII, la concepcionista de Ágreda, sor María de Jesús o la clarisa de Carrión, sor Luisa de la Ascensión. Estas últimas gustaban de aparecer en los conflictos europeos o en las Indias, en pleno escenario de evangelización. Los viajes de fray Pedro, como hemos visto, eran más domésticos. Además, como buen franciscano, las golondrinas obedecían al fraile cuando a los otros les molestaban en sus oraciones. Al mismo tiempo, el agua extraída del pozo se había convertido en aceite mientras éste era necesario para encender la lámpara del Sagrario. Era esa comunicación tan especial con los animales como se comprobó cuando logró tentar, detener, templar, calmar, a ese toro que en su bravura venía a envestirle de manera fortuita. Un milagro que le valió, siglos después, otros reconocimientos de sus méritos.

Sin embargo, los milagros más conocidos fueron aquellos resaltados por los hagiógrafos barrocos para promover el reconocimiento oficial de su santidad. Prodigios que se continuaron traduciendo, además del de la traslación, en el desarrollo de una iconografía artística, todos ellos más propios de la mentalidad barroca que de la propia del siglo XV, algunos tan espectaculares que generaron dudas de verosimilitud en el proceso de beatificación.