SAN PEDRO FABRO, EL PRIMER JESUITA DE LA CIUDAD

SAN PEDRO FABRO, EL PRIMER JESUITA DE LA CIUDAD

2 agosto, 2017
PEDRO FABRO, UNO DE LOS PRIMEROS COMPAÑEROS DE IGNACIO DE LOYOLA
PEDRO FABRO, UNO DE LOS PRIMEROS COMPAÑEROS DE IGNACIO DE LOYOLA

Bienaventurados – Los santos que moraron en Valladolid. Serie de Artículos de Javier Burrieza

Saboyano de nacimiento, en Villaret, actual Francia. Nació 13.IV.1506 y murió en Roma 1.VIII.1546. Ordenado sacerdote en París, 30.V.1534. Emitió sus últimos votos en Ratisbona, el 9.VII.1541. Fue el primer jesuita que, como tal, pisó Valladolid, entre marzo y el verano de 1545, junto con Antonio de Araoz, contribuyendo a la fundación de la casa en la villa del Esgueva, corte del príncipe Felipe entonces, bajo la advocación de San Antonio. Era especialista en la dirección espiritual. Beatificado por Pío IX en septiembre de 1872, canonizado por Francisco en diciembre de 2013.

 

El jesuita Pedro Fabro —Pierre Fabro, Faber, Favre, Le Fèvre— ha sido rescatado hace casi tres años por el papa Francisco, al canonizarle por un método poco habitual, llamado “canonización equivalente”, en la cual no es menester esperar la veracidad de milagro alguno para proclamarlo como santo. Basta la fama de sus propagadas virtudes. Hasta entonces Fabro parecía estar destinado al olvido y a investigadores como Michel de Certau, Guitton o José García de Castro, que estudió su “Memorial”. Fue el primer sacerdote de la Compañía de Jesús, antes incluso que su fundador Ignacio de Loyola. Desde marzo de 1545, se convirtió en el primer jesuita que pisó Valladolid y que, junto con su compañero Antonio de Araoz, consiguió establecer el Instituto ignaciano en estas tierras. Fabro pertenece al grupo de los llamados primeros compañeros, estudiantes en la Soborna de París, muy bien preparados intelectualmente, sobre todo para las necesidades que tenía entonces la espiritualidad y la cultura europea, en medio de la división provocada por la reforma protestante. El papa Francisco lo retrata como un hombre de “diálogo con todos, aun con los más lejanos y con los adversarios”. Conoció los principales foros de la discusión de Europa, hasta que recibió el encargo de establecer en Castilla a los jesuitas. Desde la pujante metrópoli del comercio que era Colonia y de la imprenta en Amberes, alcanzó la Corte de Juan III de Portugal, pasando por Évora y Coimbra, esta última ciudad universitaria donde tejió numerosas vocaciones.

El papa Francisco lo retrata como un hombre de “diálogo con todos, aun con los más lejanos y con los adversarios”, tras haber conocido los principales foros de la discusión de Europa.

En Castilla tenía que presentarse ante el príncipe Felipe, el futuro Felipe II, esposo de la infanta portuguesa María Manuela. Ésta no era otra que la Corte de Valladolid, aunque antes se entrevistó en Salamanca con el dominico fray Francisco de Vitoria, padre del Derecho Internacional. El Pisuerga lo conoció el 18 de marzo de 1545 y aquí pudo presentar su oferta espiritual a los hombres y mujeres que los podían apoyar en los colegios que iban a fundar, causando notable sorpresa. Desde Roma, Ignacio de Loyola deseaba que Fabro y su compañero Antonio de Araoz —de carácter mucho más polemista— trabajasen un año entre los nobles y el alto clero que rodeaban al heredero de tan poderosa Monarquía, la de España. Como bien indicaron en su correspondencia, uno de los atractivos de Valladolid era la reunión de futuros apoyos de la Compañía que facilitasen su establecimiento en Castilla y Aragón. Allí pudieron hablar con “gente muy principal”, sin faltar sus trabajos en cárceles y hospitales, lo que provocaba deseos de imitación entre los más privilegiados: “el maestro Fabro —indica Araoz— dize que en ninguna parte a estado [sic] donde tanta miese ubiesse e yo digo lo mismo”. Igualmente, escucharon las primeras diatribas hacia ellos, procedentes del fraile dominico Melchor Cano, aquel que los jesuitas definieron en sus cartas como “el que ladra”.

En sus misivas a Roma, su compañero Araoz confesaba que Fabro era el maestro del espíritu, de las horas de confesionario y de los Ejercicios Espirituales. El saboyano pudo distribuir a los primeros jesuitas que, procedentes de Coimbra, se establecieron en Valladolid, primero junto a la Antigua, después en un pequeño hospital próximo a la actual iglesia de San Miguel. En la Corte permanecieron hasta septiembre de 1545, semanas después de que se produjese el malogrado parto de la princesa María, que aunque propició el nacimiento del príncipe Carlos, provocó la muerte de la madre. El agotamiento de los viajes fue destruyendo la salud de Fabro, a pesar de sus cuarenta años. Había sido llamado a Roma para emprender después camino, como teólogo papal al Concilio de Trento. No pudo afrontar su prometedor futuro, pues murió el 1º de agosto de 1546 —fecha de su festividad, en la jornada siguiente de la celebración de Ignacio de Loyola—, dos meses después de haber alcanzado la Ciudad Eterna. El jesuita Pedro Canisio indicó que nunca había encontrado “un teólogo más profundo o un hombre de tan impresionante santidad… todas sus palabras estaban llenas de Dios”. Con su correspondencia, Fabro se convirtió en cronista del Valladolid del siglo XVI que conoció.