Carta Pastoral (1-15 de diciembre de 2024)
¡VEN, SEÑOR JESÚS!
¡Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección! ¡Ven, Señor Jesús! Esta aclamación, situada en el corazón de la plegaria eucarística, marca el coloquio habitual de la vida de un creyente. Por una parte, reconociendo el acontecimiento fundante, la Pascua de Jesucristo, muerte y resurrección a la que somos incorporados por el Bautismo y que hace que en nosotros surja una vida nueva; también, una manera nueva de situarnos en el tiempo, en la historia, de mirar los acontecimientos y las relaciones.
Es una novedad que nos llena de alegría y que acabamos de aclamar con fuerza en el domingo de Cristo, Rey del universo y Señor de la historia, con el que culmina el año litúrgico. Sin embargo, todos tenemos la experiencia de que esta novedad de la vida cristiana —situación y miradas nuevas— sobre todo lo que nos rodea, la vivimos en el dramatismo de un acontecimiento ofrecido a nuestra libertad y a la libertad colectiva de los hombres de todos los sitios y de todos los tiempos. Por eso, la novedad es frágil en nosotros, la vida nueva está herida y participa también de tantos aspectos de nuestra condición pecadora y mortal. Por eso, inmediatamente decimos “¡Ven, Señor Jesús!”.
Así, culminado el año litúrgico, comienza un nuevo año, amigos, un nuevo paso del Señor por el tiempo. En el comienzo del nuevo año decimos “Maranata” (“Ven, Señor Jesús”). Es nuestra forma de situarnos en el camino, una forma llena de esperanza, un Adviento que mira, adventus, al que viene, un Adviento que nos propone preparar el camino al Señor.
La esperanza es una virtud que nosotros cultivamos desde la acogida de un don porque la esperanza es un regalo que está unido inseparablemente a la Fe, confesando nuestra Fe en la Pascua de Jesucristo, también proclamando que creemos en su segunda venida y en la Pascua de la creación en la que todo sea recapitulado en Cristo, donde la verdad, la justicia y la paz acontezcan plenamente; donde el abrazo de los hijos reunidos y reconciliados sea expresión de una alegría sin lágrimas. De esa Fe brota la esperanza.
La esperanza no es ni pesimismo ni optimismo. Estos dos movimientos del corazón —y, de alguna forma, también de la razón— tienen que ver con nuestros propios análisis o con la temperatura de nuestro propio interior. Pesimistas, optimistas, en nuestra manera de situarnos también ante todo lo que sucede. La esperanza es algo distinto, es algo verdaderamente innovador que surge, especialmente, cuando todo aquello que nos rodea parece singularmente frágil. Cuando, quizás, lo sembrado parezca no dar fruto. Es la esperanza la que irrumpe, precisamente, en momentos de aridez o de esterilidad.
Es la esperanza, como don recibido unido a la Fe, la que nos salva de sentirnos encerrados, bloqueados, en un bucle temporal. Hace que iniciemos, de nuevo, el camino, que echemos las redes a uno u otro lado de la barca. Es la esperanza la que hace que demos una nueva oportunidad a un hermano, a un amigo o a un vecino que, seguramente, nos ha dado muchos motivos para desconfiar o para romper las relaciones. Es la esperanza la que nos mantiene peregrinos en el tiempo.
“¡Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección! ¡Ven, Señor Jesús!”, diremos con especial fuerza en estas semanas de Adviento para, así, mantener este canto a lo largo de todo el año. De esta manera, la esperanza que brota de la Fe se pondrá a prueba en la caridad, en la caridad de amarnos unos a otros como Él nos ha amado, en la caridad que se hace amor al distinto, incluso, al enemigo que amenaza el propio territorio, en la caridad que pone la otra mejilla o que perdona 70 veces siete, en la caridad que se abre también a relaciones nuevas.
Sí, la esperanza tiene que ver con todas las dimensiones de nuestra vida. No es extraño, así, que el propio Francisco, nuestro Papa, en la bula de convocatoria del Año Santo que comenzará ya en la próxima Navidad, en el último domingo del mes de diciembre en nuestras Diócesis —el Papa lo abrirá solemnemente en Roma con la apertura de la Puerta Santa—, será también para nosotros, como dice el Papa, la ocasión de poner a prueba esta esperanza, incluso, en el acontecimiento tan concreto de la transmisión de la vida de muchos matrimonios que, quizás, aunque ni siquiera lo sepan, encuentran en la falta de esperanza el argumento para no transmitir la vida a los demás.
Feliz año nuevo en la liturgia de la Iglesia, queridos hermanos y amigos. Proclamemos con fuerza que Jesucristo el Señor es el camino, va adelante, en medio y detrás de nosotros, que somos un pueblo peregrino que grita “Maranata” y que presta esta voz a los gemidos de las personas que, desesperanzadas, no saben a quién dirigirse en un momento de su vida.
Adviento, abrámonos al que viene, preparemos el camino al Señor. ¡Ven, Señor Jesús!